Militarización de la vida cotidiana y asepsia social

Jaher Torrado
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Fotografía: Natalia Ortiz Mantilla

En la mañana del domingo 10 de mayo de 2020 un helicóptero sobrevuela Bucaramanga. En una acción de perifoneo, casi ininteligible, desea feliz día de las madres. No es ocasional. Esta aeronave irrumpe en la cotidianidad bumanguesa con regularidad. En las últimas semanas, con la excusa de la cuarentena y el toque de queda por Covid-19, pero también en otras ocasiones para seguir multitudes de manifestantes inconformes en días de movilización, y como un costoso transporte para la alta burocracia política del departamento.

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Fotografía: Natalia Ortiz Mantilla

Estas, y otras formas de militarización de la vida cotidiana, vienen incorporándose en diferentes ciudades del país soterradas en la retórica de la emergencia por Covid-19. El control aséptico contra un enemigo microscópico llamado coronavirus por unos y Covid-19 por otros, según su pretensión de cientificidad, se ha traducido en control policial y militar. Esto ocurre mientras el personal sanitario en los hospitales y clínicas sigue a merced del mercado de servicios de salud en Colombia, una maraña burocrática privada para la negación sistemática de servicios, que expone a sus trabajadora·es a condiciones inaceptables para hacer frente al virus.

Nuestros territorios – ecosistemas y cuerpos – han quedado en una suerte de inspección biopolítica ejercida de facto por los cuerpos armados policiales, militares y paramilitares. En una retórica retorcida de la excepcionalidad, el gobierno nacional produce más de 100 decretos para afrontar la Covid-19, mientras el poder y control territorial se ejerce de facto por cuerpos policiados, militarizados, o paramilitarizados. Día a día, se observan en redes sociales abusos de la fuerza pública y retratos de activistas sociales y personas firmantes del acuerdo de paz asesinadas, torturadas y expuestas. Durante la cuarentena han sido asesinados más de 20 activistas sociales, un espectáculo de muerte y represión en total impunidad e indiferencia.

La ultraderecha totalitarista, al enterarse de las dimensiones de la pandemia, no dudó un segundo en pedir visceralmente, o bajo un discurso más tibio, militarización para las ciudades, y apoyo, o más bien lealtad, a grandes poderes económicos. El enredo jurídico para afrontar la Covid-19 es adecuado para ejercer controles arbitrarios, propios del tratamiento de guerra, sobre los cuerpos y los ecosistemas.  Esto, en una sociedad con niveles tan altos de violencia política, ha tenido réditos inmediatos: la prensa anuncia que el genocidio contra el movimiento social no para en cuarentena.

El capitalismo financiero se reacomoda sacudiéndose una crisis sanitaria que ha dejado, a fecha del 10 de mayo 2020, 279,892 muertes en el mundo, 445 muertes en Colombia, 3 de ellas en Santander. Sin embargo, ha dejado intacta la crisis civilizatoria y ambientando un permanente estado de excepción, que permite una gestión pública expedita, arbitraria, y colonial de los cuerpos. Despidos masivos, desalojos de zonas periféricas, criminalización de la informalidad y la pobreza, ejecuciones sumarias en cárceles, violaciones en estaciones de policía, apropiación de recursos públicos disfrazados de ayudas, subsidios y mercados evidencian la profundización de las relaciones neoliberales y la capacidad del mercado para seguir expoliando al ser humano y la naturaleza, sin desestabilizarse considerablemente por el virus.

Esta excepcionalidad crítica en términos biológicos para los humanos, revela nuestra fragilidad, pero no asusta al capitalismo financiero transnacional que ha calculado en su funcionamiento un virus tan terrorífico como el que recorre nuestros territorios hoy, mientras se nutre de la crisis. Ante la pandemia nuestro sistema constitucional resultó más frágil que nuestros cuerpos, la retórica de la excepción diluye las conquistas sociales otrora incorporadas como derechos, hoy ejercidas como privilegios que el mercado concede a unos y niega sistemáticamente a otros.

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