Tatiana Duque M.
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Para los gobiernos surcoreano, chino y norcoreano los hombres y mujeres que escapan de la República Popular Democrática de Corea (RPDC) o de China no son refugiados, a pesar de encontrarse en peligro de muerte. Se trata, más bien de desertores y desertoras (Mattos-Moreira, 2017). Según Kim (2012) esta denominación en Corea del Sur fue acuñada después de la Guerra Fría. Durante esos años, las personas desertoras eran bienvenidas, alabadas por su valor, eran héroes. Claro, esos desertores eran soldados. Para mediados de los años 1990, la caída de la Unión Soviética, la sucesión de fenómenos naturales (sequía e inundaciones) y la escasez en las cosechas, trajo como consecuencia “la Gran Hambruna” a Corea del Norte (Yu et al., 2018). Esta situación impulsó una nueva migración hacia el sur, esta vez de ciudadanos/as del común. Como respuesta, el gobierno de Corea del Sur, en el año 1997 redactó la “Defected North Korean Resident Protection and Settlement Support Law ”. Esta norma cambió el significado del término “desertor”, añadiendo un tono despectivo, con “connotaciones de enemigo” (Kim, 2012, p. 102). En efecto, es mucho más fácil callar la conciencia cuando a quien envías al margen de las ciudades no es una persona que necesita protección (refugiada), sino un desertor (un cobarde).
Para el año 2016, dos de cada tres personas que pasaban la frontera hacia el sur eran mujeres (Kook, 2018). Esto se debía, en primer lugar, a la política de “primero el ejército” en la RPDC. Al reclutar más hombres y extender la duración del servicio militar, se “ha dado” a las mujeres una ventaja relativa en la movilidad, condición necesaria para la “deserción”. En segundo lugar, están las reformas económicas del gobierno que crearon condiciones favorables para que las mujeres acumularan capital y pudieran comprar su pasaje a la “libertad” (Kieun & Sunwoong, 2018).
En muchos casos la migración, y en particular migración forzada, como la del caso que menciono, se desarrolla mayoritariamente atravesando contextos que colocan a las personas en situación de vulnerabilidad. Para las mujeres en particular, tal cosa supone verse expuestas a distintas actividades delictivas; dentro de ellas, la trata de personas con fines de explotación sexual y matrimonio servil (Kook, 2018).
La trata de personas se conoce como la “esclavitud del siglo XXI” (ACNUR, 2019), un atentado contra los derechos humanos y un delito que afecta la dignidad y autonomía de las personas (Aceros, Vargas & Reyes, 2017). Es una forma de cosificar a los seres humanos, una clara característica de la colonización en la que aprovechando la vulnerabilidad del otro, se empuja a ese otro a la dimensión del “no ser”, se ejerce poder sobre ese “no ser”, se oprime y se usurpa su autonomía (Memmi, 1971). Una cosificación a la que, según lo expuesto en el “Global Report on Trafficking in Persons” (United Nations Office on Drugs and Crime, 2018) estamos mayormente expuestas las mujeres y las niñas, con el 49% y el 23% de los casos detectados en el mundo, respectivamente. Con el fin de ayudar a prevenir este ilícito, Naciones Unidas diseñó en el 2000 el Protocolo de Palermo que muchos países han ratificado, no siendo ese es el caso de la RPDC, que según el último “Trafficking in Persons Report” (Department of State, 2020), el partido que rige la nación en lugar de proteger y asistir a las víctimas de trata las obliga a realizar trabajos forzosos, porque como mencioné al principio no son víctimas, ni refugiadas sino “desertoras”.
Así pues, la trata sigue siendo un delito difícil de erradicar, pero no debemos perder la oportunidad de intentarlo siempre. Informémonos e informemos a otras; tratemos de no normalizar las formas de explotación que están a nuestro alrededor; respaldemos políticas a favor de la lucha contra este delito e intentemos hacer visible la forma como ocurre la trata sin culpabilizar a las víctimas, que, como vemos un gran porcentaje son mujeres.
Son Mujeres, Somos Mujeres, quienes históricamente hemos sido territorios colonizados: cuerpos que, aunque pasemos fronteras, tratemos de huir, compremos el tiquete de ida, huyamos, carguemos la maleta, no somos reconocidas como (cuerpos) independientes, hemos estado mucho tiempo en la dimensión del “no ser”. Sobre este presupuesto, nos ocupan, nos machacan, nos quitan la creencia en nuestras propias capacidades. Nuestros referentes femeninos han sido pisoteados. Nuestro cuerpo se ha convertido en un territorio dividido, como la península de Corea. Entre el hombre y la iglesia pactaron por dónde trazar la línea, acordando quien se quedaba con qué. Pero estamos descolonizando nuestros cuerpos, estamos despertando ante la opresión, ¡seguimos resistiendo!